La infancia es el centro del relato de Wolfskinder y el motor que propulsa esta memorable crónica de supervivencia es la corrupción de la inocencia. El modo en que los conflictos bélicos - esos que han sido tantas veces retratados en el cine, pero casi nunca desde el punto de vista que adopta Ostermann - destruyen no solo a los que luchan en las trincheras, sino a toda forma de vida a su alrededor: mujeres y niños sobre todo. El film nos traslada al final de la II Guerra Mundial, en territorio lituano, donde unos niños alemanes, huérfanos y desamparados, se aferran a cualquier aliento de vida en condiciones infrahumanas, cruzando bosques, pantanos, escondidos en granjas,  viviendo y comiendo como animales, al tiempo que huyen del ejército rojo y de cualquier eco de la guerra. Tampoco pueden confiar en la población civil. ¿Dónde encontrar refugio? ¿Hacia dónde huir? Sin duda en ese pequeño grupo de niños y niñas la vida se resiste a rendirse a pesar del entorno de crudeza y brutalidad. Se siente la voluntad de vivir frente a cualquier amenaza, y por ello la necesidad de apelar a la unión para conseguirlo.